martes, 15 de julio de 2014

Los amantes pasajeros

Caminaba con él de la mano por las calles de un Madrid ya casi dormido. Se habían conocido esa misma mañana mientras tomaban café. Los dos movían sus cucharillas mientras daban rienda suelta a sus pensamientos. A su alrededor, la ciudad ya se había despertado y cobraba vida mientras ellos seguían sumidos en su silencio.

Se miraron. Se observaron, y pronto, empezaron a hablar. Ella sintió que era un hombre más que se había fijado en sus bellos ojos azules y en la rubia trenza de espiga que le recorría la espalda. Otra vez un amor pasajero, pensó ella. Pero la atracción fue más fuerte y se dejó seducir por sus palabras.

Qué es lo que te gusta, cuál es tu película favorita. Se descubrieron contándose mutuamente sus pasiones, su vida, su niñez, sin indagar, ni intención de ello, en sus secretos más ocultos.

Pasearon por parques, por librerías, por tiendas. Miraron los escaparates de todas las tiendas y bebieron café y más tarde cerveza en varias terrazas de la capital. El tiempo se pasó volando, y sin apenas darse cuenta, y entre conversaciones sobre el tráfico y el calor del mes de julio, la noche se echó sobre ellos.

Como ya no tenían mucho más de lo que hablar, ella pensó que sería buena idea llevarlo a su casa. Escuchar un poco de música quizá, o ver una película de esas de las tres de la mañana, que entretienen y a la vez aburren.
Se descubrió a sí misma imaginando la escena y sonrió. Lo tomó de nuevo de la mano y lo miró a los ojos. No hicieron falta más palabras.

Cuando la música y la tele les resultaron ya aburridas, él la tomó por la cintura y la besó despacio, sin prisas, pero sintiendo el calor de su cuerpo. Ella se dejó querer y lo empujó hasta su habitación. Ella se sintió querida y él quiso soñar que amaba a aquella mujer que había conocido aquella misma mañana. Cerró los ojos e intentó abandonarse al deseo de amar a una persona completamente desconocida. Y cuando la amó, de repente se sintió triste.

Ella le apartó un mechón de pelo de la cara y le sonrió. Y entonces él se dio cuenta que por más que fingiera, no volvería a pasear con aquella chica de inmensos ojos azules y su rubia trenza de espiga, que ahora le caía medio deshecha por la espalda. No volvería a cogerla de la mano y a hablar de su disco favorito.

Encendieron dos cigarrillos y permanecieron tumbados en la cama sin decir nada. Ya no los unía la urgencia de aquella mañana de llenar el vacío y la soledad con que se habían despertado ese mismo día. Habían estado juntos y ahora, cuando un nuevo horizonte se abría paso ante ellos, ninguno de los dos parecía querer poner un pie en esa nueva vida que se abría ante ellos.

Miró donde había dejado su ropa y pensó en vestirse y marcharse, pero ella lo miraba desde un rincón de la cama y se dio cuenta de que no deseaba hacerle daño a aquella muchacha de ojos tristes que la miraba. Fingió de nuevo que no había pasado nada y le tendió una mano. Ella se la estrechó y se tumbó de nuevo a su lado. Pronto ella notó que su amante pasajero se había abandonado al sueño, pero ella temió dormirse por sí al despertar, él se había marchado. Sin embargo, el cansancio del día empezó a pesar sobre sus párpados, y casi sin darse cuenta cayó rendida a su lado.

Cuando despertó los primeros rayos de sol intentaban colarse a la fuerza entre las rejas de la persiana echada, y se removió en la cama obligándose a dormirse de nuevo. Sin embargo, no lo logró.
Sintió que él se movía a su lado, y lo observó con cariño al recordar el maravilloso día que habían pasado juntos. Ojalá y no se hiciera de día nunca, pensó. Ojalá no llegase nunca, porque sé que se marchará, se dijo a sí misma.

Él abrió los ojos y la miró sorprendido. La esperaba todavía dormida. La observó apenas unos segundos, sintió que sus hermosos ojos azules lo atrapaban, y supo que los miedos que los habían unido la noche anterior habían desaparecido. Entonces supo que habían hablado de sus gustos, de sus preferencias, y sin palabras, habían llegado a lo más hondo de sus miedos. La soledad, el miedo al desamor. Y entonces supo que quería mirar a aquella mujer todas las mañanas de su vida. Ella lo supo y sonrió y se fundieron en un abrazo que no terminó nunca.

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