Se levantó de la cama y todavía con el pelo revuelto, se
dirigió a la cocina a preparar café. Era como un ritual. Llevaba más de
cincuenta años haciéndolo. A su marido le gustaba el café recién hecho y a ella
le gustaba despertarlo con ese aroma. Habían vivido juntos toda una vida. Ella ya
no tenía apenas recuerdos de su vida anterior.
Se habían conocido hacía más de sesenta años, pero todavía
recordaba como el primer día la primera vez que lo vio. Ella daba clase en el
colegio local. Acababa de terminar su última clase y estaba saboreando el
último cigarrillo que le quedaba. Se sentía muy cansada y enfadada, pues sabía
que ya no podría disfrutar de otro momento de respiro hasta que llegara a casa.
Cuando levantó la vista para ver como el humo formaba pequeños remolinos en el
aire, lo vio pasar. Llevaba un jersey fino y se abrazaba a sí mismo para entrar
en calor. Sus miradas se cruzaron un instante, pero ella supo que lo volvería a
ver.
Al día siguiente y todos los días después durante un mes, a
la misma hora, ella salía a fumar un cigarrillo y él pasaba por delante del
colegio solo para verla.
- -
¿Tiene un cigarrillo, señorita?- la pregunta la
cogió por sorpresa. Aquel día el chico se retrasaba y ella pensaba que ya no
aparecería. Estaba enfrascada en sus pensamientos y no lo escuchó llegar.
- -
Claro, dijo ella mientras le tendía uno y le
regalaba la mejor de sus sonrisas. ¿Viene mucho por aquí?, le preguntó ella con
sorna. Él bajó la cabeza sonrojado y se limitó a asentir.
- -
Disculpe si la he molestado- le dijo él. Encendió
su cigarrillo y se dio media vuelta. La sonrisa de ella comenzó a desvanecerse,
pero en seguida, él se volvió de nuevo para decirle: aunque pensándolo mejor,
me gustaría molestarla, si a usted no le importa, todos los días de mi vida.
Así comenzó su historia de amor. Simple, pero hermosa. No tardaron
mucho en formalizar su relación y al año de conocerse ya pensaban en casarse.
Nunca tuvieron una vida fácil. La guerra se llevó de un
plumazo todo lo que tenían y durante muchos años vivieron casi en la
indigencia. En las noches de invierno no había más calor que el que ellos se
daban con sus abrazos y sus besos. No había casi comida y la que había, él se
la cedía casi toda.
Pronto descubrieron que estaban esperando su primer hijo. Las
lágrimas rodaron por sus mejillas, pues apenas tenían algo que ofrecerle. Sin embargo,
lo vivieron con alegría y cuando nació, se convirtieron en los padres más
dichosos y felices.
Con los años, ella volvió a dar clase a los niños y él
recuperó su trabajo como ingeniero. La vida poco a poco volvía a sonreírles de
nuevo.
Tuvieron un hijo más y habrían tenido un tercero si hubiera
sobrevivido al parto. Nació con complicaciones y no vivió más de tres días. Mientras
lo enterraban, se juraron a ellos mismos que no volverían a tener más hijos. –
un hijo no debe morir antes que su padre- se lamentaban.
Con el tiempo volvieron a levantarse del duro golpe y
aprendieron a vivir sin él para centrarse en sus dos hijos.
Si hacían balance, habían tenido una vida feliz y casi
sesenta años después, todavía seguían paseando juntos de la mano. Sin embargo,
a medida que la edad fue tomando terreno en sus vidas, la enfermedad llegó para
quedarse una mañana de enero.
- Solo es un catarro, le dijo para tranquilizarla. Ella sonreía,
pero sabía que aquella tos llevaba demasiado tiempo con él. Después de visitar
a varios médicos, les dijeron lo que ellos, en el fondo, ya sospechaban. Los años
estaban contados.
Durante un tiempo siguieron paseando de la mano y al llegar a casa, rememoraban su vida viendo
sus fotos antiguas. Les gustaba recordar cómo habían crecido sus hijos. El día
en que aprendieron a montar a caballo, el primer diente de su hija o su primer
viaje en barco. Sus fotos eran su historia.
Poco a poco los paseos terminaron. Los días de felicidad se
fueron apagando mientras él dormía plácidamente en la cama de la que apenas ya
se levantaba. Respiraba con dificultad y tan lentamente que a menudo ella se
apoyaba en su pecho para comprobar que no se había marchado.
Todas las mañanas ella iba a despertarlo con una taza de
café en la mano y él le sonreía con las pocas fuerzas que aún le quedaban.
Aquella mañana llovía cuando se despertó y se dirigió a la
cocina a preparar el café. Le puso tres cucharadas de azúcar, como a él le
gustaba, y se dirigió a la habitación para despertarlo. Pero en ese momento,
descubrió que ya no había nadie esperándola. El otro lado de la cama estaba
vacío desde hacía meses.
Se sentó en el lado
de la cama que su marido había estado ocupando más de medio siglo y removió el
café. Se recostó en la cama con los ojos vidriosos y miró como caía la lluvia
por la ventana.
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